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CAPITALISMO, CRECIMIENTO Y COLAPSO. UNA CRÍTICA A NUESTRO SISTEMA ECONÓMICO

 

La Tierra enferma de capitalismo (980x262)

 

Una rápida introducción al tema

          Conceptos como el crecimiento, la competencia, la rentabilidad de las inversiones, o la maximización de beneficios están indisolublemente asociados a nuestro sistema económico actual, y se aceptan con la mayor naturalidad, la mayoría de las veces sin molestarnos en penetrar lo más mínimo en la peculiar filosofía que subyace tras todos ellos. El capitalismo está fundamentado en la búsqueda continua de beneficios, en incrementar las ventas empresariales, en engrosar las cifras de negocio, en abrir nuevos mercados, en definitiva en explotar y acelerar lo más posible el ciclo PRODUCCIÓN —->> VENTAS   —->> BENEFICIOS.

          Hay que recordar que una empresa o sociedad mercantil sólo puede crecer y aumentar sus beneficios, lo que constituye su principal razón de ser, de tres maneras:

– Por medio de una expansión «natural», debido al crecimiento de su base de compradores y clientes potenciales, es decir, de su mercado.

– A través de la disminución, o desaparición, del negocio de sus competidores, de manera que las pérdidas de unos supongan los beneficios de otros.

– Realizando un esfuerzo especial y continuado para que sus compradores y clientes incrementen forzosamente su ritmo de compras, normalmente por medio de recursos publicitarios y/o promocionales. En suma, fomentando el consumismo, que es lo que ocurre cuando se compran bienes y servicios a una tasa superior a lo que dictan el sentido común y las estrictas necesidades de la gente.

          Estas tres vías de crecimiento empresarial se entremezclan en la vida económica real, que se comporta como un juego gigantesco de dimensiones planetarias, en el que las empresas actúan como agentes individuales que compiten y pugnan entre sí, no ya para sobrevivir, sino para intentar ser siempre más que los otros, más grandes, más rentables, más competitivos. Objetivamente, esto es así, y nunca nos ponemos a discutir su idoneidad.

          Lo que ocurre ahora, en las primeras décadas del siglo XXI, es que el tablero de juego, el mundo en definitiva, se ha quedado pequeño y los recursos naturales de éste están dando claras señales de agotamiento. A partir de la Revolución Industrial y del auge y expansión del capitalismo, en la práctica no había apenas límites para el incipiente desarrollo económico. Cuando comenzó la producción en serie, con la introducción de la máquina de vapor, empezaron a tenderse las primeras redes ferroviarias, el comercio internacional adquirió un volumen importante, y las entidades bancarias experimentaron un gran aumento en el volumen de sus negocios, más o menos desde los años treinta del siglo XIX, todavía existían en en planeta inmensos territorios sin explorar, los recursos que nos brindaban tanto la tierra como el mar eran inmensos, los horizontes de posibilidades eran ilimitados, y la actividad del hombre aún era muy pequeña como para causar daños irreparables a la Naturaleza. La civilización occidental, basada en la producción industrial, se fue expandiendo sin más obstáculos que los de algún que otro desastre natural, los conflictos armados locales, las guerras coloniales y la creciente rivalidad entre las distintas potencias. En el siglo XX, esta rivalidad entre Estados originó dos grandes guerras mundiales devastadoras, las cuales sin embargo dieron lugar -digamos que indirectamente- a un avance espectacular a nivel científico y técnico, aplicado en principio a los sistemas de armamento. Tras el fin de la segunda guerra mundial, se reinició en el mundo occidental un largo período de desarrollo y bienestar económico que se extendería a amplias capas de la población. Pero pronto empezaron a sentirse las primeras señales de alarma, cuando la contaminación de las aguas y de la atmósfera revistió niveles bastante preocupantes. Otros hechos graves, como la guerra fría, el peligro de conflagración nuclear, la superpoblación de países en vías de desarrollo, la crisis del petróleo, nos hicieron ver que el mundo se había empequeñecido, se había convertido en un lugar más inseguro, y el futuro más o menos inmediato empezaba a ser bastante incierto.

          Poco más tarde, la caída de los regímenes comunistas tras el telón de acero, si bien se vivió como una victoria de la libertades políticas e individuales, supuso también que se cayeran de golpe todas las barreras para un tipo de pensamiento económico que parecía prevalecer y tener todo el campo libre para su expansión definitiva: la economía neoliberal, que tuvo en Milton Friedman uno de sus más ardientes defensores. De manera que así llegamos al final del siglo XX y principios de éste, en el que no sólo la economía productiva, fundamentada en el consumismo ilimitado, sino también la economía financiera, despojada de regulaciones y limitaciones (todo ello aderezado con la globalización), han dado lugar a un planeta clarísimamente superpoblado, muy desigual en cuanto al nivel de bienestar de su habitantes, gravemente contaminado, y con una escasez palpable de todo tipo de recursos naturales, que la Tierra ya es incapaz de regenerar al mismo ritmo en que éstos son usados, ensuciados y desechados por el hombre. Hemos llegado al límite, o mejor dicho, lo hemos traspasado con nuestra actividad ciega y frenética. Creíamos que los mercados, los negocios, el consumo, el uso y disfrute de los recursos, eran ilimitados y nos hemos percatado (algunos de momento, no todos, lo que añade gravedad al problema) de que todo ello ya no es posible. La Tierra, un planeta finito y ciertamente pequeño, ha impuesto un límite natural al crecimiento económico. Cuanto más tardemos todos en aceptarlo y adoptar medidas de todo tipo y a escala mundial, mayor será el desastre que nos aguarda.

          Alguien podría pensar que, puesto que el mercado ya no puede expandirse más, quedaría como alternativa el crecimiento depredador, a costa de los demás, ya sean competidores o meros consumidores. En resumen: yo gano porque tú pierdes, yo prevalezco porque tú desapareces. Bien, pues la realidad no anda muy lejos de esta idea tan perversa y tan insolidaria. En el siguiente capítulo vamos a detenernos un poco más en cuestiones como el dinero, el precio del mismo (el interés financiero), la actividad de los bancos y los mercados financieros, todo ello en el mismo corazón del funcionamiento del sistema capitalista.

Wall-Street

 

Una crítica a los fundamentos financieros del capitalismo actual

          De sobra es sabido que los bancos prestan dinero con el objeto de recuperar el capital y percibir, como pago de sus servicios, unos intereses. El negocio de los banqueros y prestamistas irá bien en la medida en que sus clientes (los prestatarios) prosperen y puedan devolver las cantidades prestadas más los intereses, lo cual a su vez sólo será posible si estos mismos clientes generan suficiente dinero (por encima de lo que precisen para atender sus necesidades básicas) en sus negocios privados o como empleados por cuenta ajena. En resumen, y simplificando al máximo el esquema, el sistema financiero funcionará correctamente en una realidad económica favorable para todos y en expansión. Los propios bancos ya se preocupan de acelerar el proceso mediante el muy conocido mecanismo de creación de dinero a través de los préstamos o créditos sucesivos, que en realidad no es más que un artificio contable, pero real, aunque esta expansión de la masa monetaria no se corresponda estrictamente con una mayor cantidad de papel-moneda en circulación. Observamos pues que el sistema bancario y financiero está íntimamente ligado a la expansión de la masa monetaria y, por ende, a una inflación continuada de los niveles de precios. Esto es un hecho suficientemente contrastado y que ha sido objeto de infinidad de estudios que lo corroboran, si bien aquí y ahora no sería práctico analizar a fondo los mecanismos subyacentes.

          Ahora bien, como la propia realidad y la historia económica nos enseñan, esta expansión no puede mantenerse indefinidamente. Indefectiblemente, sobreviene una crisis económica y de liquidez, que trae aparejada una contracción del mercado, de mayor o menor gravedad pero casi siempre temporal (hasta ahora). Muchas pueden ser las causas directas de la crisis, pero el proceso en líneas generales suele seguir estas pautas: la demanda de bienes y servicios cae por debajo de los niveles de producción, se generan excedentes y, como consecuencia de la disminución de las ventas, los salarios se congelan, llegan a reducirse e incluso se pierden empleos. Las economías domésticas directamente afectadas por la disminución salarial dejan de consumir y, también, de pagar sus préstamos. La morosidad termina por salpicar a la banca, que se ve en dificultades para recuperar sus capitales prestados así como la percepción de sus intereses. Los bancos, sorprendidos (es un decir; quizá tan sólo en una fase muy inicial de toda la historia que estamos contando), toman más precauciones a la hora de prestar sus capitales, hasta el punto de que, al final, sólo los prestan a aquellas empresas e individuos que les ofrecen una garantía casi absoluta de devolver los importes tomados a préstamo, o sea, a los más ricos, de mayor patrimonio o dueños de los más prósperos negocios. Lógico, pues a la vez que buscan obtener la mayor rentabilidad a sus fondos, los bancos intentan evitar a toda costa el riesgo , la morosidad y los impagos. Todo ello, se me dirá, es perfectamente razonable, incluso de cajón, ¿no? Lo malo es que de esta manera los bancos sólo apoyan y fomentan la economía de unos y condenan a la marginalidad y a la pobreza a otros, ya sean individuos, empresas o países enteros.

          Todo este proceso que acabamos de repasar y que sucede a pequeña escala, igualmente ocurre a gran escala, con la globalización y el gran desarrollo experimentado en las últimas décadas por los mercados financieros o de capitales. En éstos últimos se mueven a diario cantidades fabulosas de dinero (meros asientos en cuenta, ¡ojo!) a la búsqueda siempre de la máxima rentabilidad posible. En efecto, el capital financiero, con el que se especula a cada instante a una magnitud y frecuencia difíciles de imaginar, ya hace mucho tiempo que no representa una medida monetaria más o menos ajustada de los bienes y servicios reales que se producen y venden en el mundo, La economía financiera está divorciada y muy, muy alejada de la economía real. Ha adquirido unas dimensiones tales que escapan al propio control de los Estados y sus bancos centrales, y sólo benefician a un relativamente pequeño grupo de capitalistas, tenedores de acciones, grandes bancos y fondos de inversión, todos los cuales se preocupan muchísimo de eludir el control y la tributación (de ahi los paraísos fiscales, tan apreciados por este reducido puñado de amos del mundo). Ciertamente, estos inmensos capitales, que no paran de moverse de unos países y continentes a otros, también están sujetos a riesgos. Sus fluctuaciones y su comportamiento errático y especulativo, que sólo persiguen como siempre el máximo beneficio, acaban creando inmensas burbujas (normalmente por excesos y errores de valoración), que terminan por estallar y generar profundas crisis, como la de 2007/08, cuyas consecuencias aún sufrimos todos.

          Pero ya hemos comprobado lo que sucede inmediatamente después. Bajo la excusa de «proteger el delicado sistema financiero» y evitar a toda costa la quiebra y desaparición de grandes bancos, por los riesgos  que ello supondría para toda la economía (riesgos reales, sí, pero seguramente sobrevalorados de cara a la ciudadanía), los propios Estados se apresuran a facilitar ingentes cantidades de dinero público a las compañías bancarias, para salvar su precaria situación. Y, por desgracia, conocemos perfectamente las consecuencias de esta descapitalización por parte de los Gobiernos: severos recortes en todos los sistemas de protección y bienestar social, que perjudican al conjunto de los ciudadanos, y cuyos nocivos efectos se unen a los derivados de la escasez de crédito que la propia crisis ha supuesto para las empresas productivas, que han dejado de invertir, han visto reducirse sus volúmenes de negocio y han creado desempleo a gran escala. Pero es que no acaba aquí la cosa. Paradójicamente, los propios Estados, que pusieron tan dócilmente sus recursos a disposición de las bancos, ahora están bastante más endeudados con los agresivos e insaciables agentes del mercado financiero, que han aprovechado la coyuntura para convertirse en tenedores principales de la deuda pública soberana emitida por los Gobiernos. Resulta irónico, ¿verdad?, si no fuera como para echarse a llorar.

          En resumen y como conclusión de este apartado, nos podemos reafirmar en la idea de que la codicia y el afán de lucro del gran capital (y esto no es demagogia, sino una verdad fundamental) es desmedido e insaciable -cosa que ya sabíamos, por descontado-, y además se constata que éste último se ha convertido en un ente demasiado poderoso como para llevarle la contraria. Los Estados y sus bancos centrales llegan a estar ya en inferioridad de condiciones frente al gran Dios-Capital, ante cuyas exigencias se pliegan mansamente. Ya no se trata sólo de castigar al individuo o al pequeño empresario moroso por el impago o el mero retraso en la devolución de una deuda, ejecutando su hipoteca o negándose a concederle más crédito, sino que ahora se pone de rodillas, metafóricamente hablando, a países enteros, cuya dependencia respecto de los mercados financieros es completa. Tan completa que los Gobiernos son capaces de sacrificar TODO lo que consideren necesario para pagar la deuda a sus inflexibles tenedores. Lamentablemente, los Estados, como es nuestro caso, son incapaces de sostenerse a sí mismos con sus propios recursos generados, y se encuentran en la tesitura de seguir pidiendo nuevo capital una y otra vez, no ya para poder invertir en algo productivo y crecer, sino simplemente para poder ir devolviendo capital e intereses, a medida que vayan venciendo sus continuas emisiones de deuda pública. Triste panorama, ¿no es así?

          Y aún nuestros gobernantes, lacayos distinguidos del sistema, tienen la desfachatez de insultar nuestra inteligencia con ideas tan poco originales y tan profundamente falsas como  esa de que «la gestión privada siempre es más eficiente que la pública», lo que les sirve de excusa para desmontar ante nuestra propia cara el estado del bienestar que se ha ido construyendo poco a poco y con el esfuerzo y la solidaridad de todos. Es una de las últimas expresiones falaces de aquella misma ideología liberal clásica que nos intentaba convencer de la existencia de una «mano invisible»  que restauraba siempre el equilibrio de los mercados, entre la oferta y la demanda, como si de un postulado cuasi-religioso se tratara.

CAMBIO CLIMATICO

Degradación a gran escala del medio natural y creciente escasez de recursos

          Hemos podido ver que, a nivel estrictamente financiero, el sistema capitalista actual es una completa locura, que no puede conducir a nada bueno (¿quizás a una distopía, como las retratadas en la literatura y en el cine de ciencia ficción?). Sin embargo, sucede también que la economía mundial, como sistema humano que es, se asienta sobre un mundo real, sobre un planeta que, como ya decíamos en la introducción, se ha quedado peligrosamente pequeño para la implacable actividad depredadora que en él se desarrolla.

          En efecto, como consecuencia de nuestro modelo de desarrollo económico y productivo así como de nuestro crecimiento demográfico, los recursos naturales, el aire que respiramos, el agua que bebemos, la tierra fértil, los recursos marinos, están sufriendo un exceso de explotación y un grado de deterioro que exceden la capacidad de la propia Naturaleza para regenerarse. Los desperdicios, tanto orgánicos como inorgánicos que generamos representan una gravísima amenaza para el medio ambiente, pese a los loables e imprescindibles intentos que se llevan a cabo para reciclar y reutilizar los desechos (sobre todo en los países más desarrollados; no así en el resto del mundo). Nuestras emisiones de gases  están alterando el clima del planeta, mediante un proceso que está fuera de toda duda entre los científicos, expertos y conocedores del problema. El petróleo, el carbón y el gas natural, pese a las limitaciones de sus yacimientos, continúan utilizándose de modo masivo y, por tanto, contaminando y deteriorando la atmósfera. Se extinguen especies zoológicas y se destruyen hábitats naturales, causando un daño irreparable a la biodiversidad de la Tierra, fruto de cientos de millones de años de evolución. Nos peleamos por explotar los cada vez más escasos caladeros de pesca de los océanos, que no pueden resistir el ritmo de nuestras capturas, al tiempo que los fondos marinos van acumulando de forma alarmante diminutos residuos de plástico, material del que sabemos que no se degrada biológicamente, pero que sí se deshace y fragmenta hasta niveles microscópicos, pasando a formar parte de la dieta de todos los organismos vivos del medio marino (y al final del propio ser humano).

          Sé perfectamente que recordar todo esto resulta desagradable, por sus inevitables e inquietantes connotaciones catastróficas, pero no nos podemos permitir el lujo de obviarlo. La realidad del estado de la Naturaleza de nuestro planeta no es en modo alguno reconfortante, y tenemos la obligación de conocerla y asumirla, como paso previo a cualesquiera decisiones y actuaciones encaminadas a intentar su recuperación. Y hemos de ser conscientes de que la grave degradación medioambiental que estamos provocando tiene dos causas fundamentales:

1 – La enorme presión ejercida por la creciente superpoblación humana.

2 – El nivel de consumo, excesivo y desigual, derivado del estándar de vida de las poblaciones del mundo más desarrollado. Y es aquí precisamente donde el capitalismo actúa como una gran fuerza depredadora sobre los recursos naturales del planeta, a través del sistema económico inherente a él (incluido el consumismo) y basado en el crecimiento.

Superpoblación

Control demográfico y cambios profundos en el modelo de consumo

          Acerca del primer factor mencionado al final del apartado anterior, el del crecimiento vegetativo de la población mundial, simplemente diré que en los años sesenta del pasado siglo, cuando este servidor de ustedes se hallaba en su etapa escolar, se estimaba una población total de unos 3.000 millones de personas. A principios de 2014, las estadísticas calculaban ya la población en 7.200 millones. Pero es que recientes previsiones realizadas por expertos en demografía estiman que para el año 2050, tan sólo dentro de unos 35 años, podríamos estar en torno a los 11.000 millones de seres humanos. Y, según parece, la mayor parte del incremento sobre las cifras actuales se concentraría en el Africa subsahariana, India, otras regiones del sudeste asiático y Sudamérica.

          Si no se actúa pronto y enérgicamente, los desequilibrios, las presiones migratorias y los conflictos de toda índole que se nos avecinan serán de una envergadura difícil de imaginar. En el caso concreto de España, situada en el flanco sur de Europa y a pocas millas del continente africano, los problemas fronterizos que ahora estamos padeciendo con la inmigración ilegal que penetra por Ceuta, Melilla, Islas Canarias y costas andaluzas podrían llegar a ser puramente anecdóticos, en comparación con las posibles avalanchas futuras. Casi prefiero no imaginarlo. Por la cuenta que nos trae a la humanidad entera, más nos valdría empezar cuanto antes a adoptar todas las medidas que sean necesarias encaminadas a contener el crecimiento de la población mundial.

          Por lo que se refiere al segundo de los factores mencionados, está claro que también es imprescindible tomar decisiones tendentes a reducir los niveles de consumo, tanto de energía como de productos de todo tipo, así como a disminuir la generación de residuos a tasas tolerables. En los últimos años, se viene utilizando mucho el concepto de «desarrollo sostenible», pero incluso este término no resulta adecuado, en tanto en cuanto sigue hablando de «desarrollo» y «crecimiento». Hay que ir más allá. Hemos de cambiar radicalmente nuestros hábitos de vida, nuestro concepto del bienestar, nuestras leyes, nuestra política, nuestra filosofía de vida, …… y por supuesto nuestro sistema económico.  El capitalismo fundamentado en el crecimiento continuado, en la explotación ciega de los recursos, en el consumismo y en la obtención a toda costa del máximo beneficio económico, tiene que llegar a su fin. En adelante, la Economía habrá de ir estrechamente ligada a la Ecología, a la responsabilidad, a la moderación, al reciclado integral, al uso de energías limpias y renovables.

          El ser humano, que ha sido capaz de lograr avances espectaculares en todos los campos de la ciencia y de la tecnología, tiene ahora ante sí el que quizás sea el mayor de todos sus desafíos: controlarse a sí mismo y evitar que su forma de vida ponga en peligro su propia supervivencia sobre el planeta que lo vio nacer.

Fernando Orihuel Alonso (economista)

Madrid

NOTA FINAL: El breve ensayo que acabo de exponer no es, en rigor, un trabajo científico. Está basado en la observación de la realidad a través de los medios de comunicación más habituales: periódicos, revistas, documentales, Internet. Opino que sería muy conveniente desarrollar con mayor profundidad todas mis afirmaciones y conclusiones, apoyándolas con sólidos datos objetivos debidamente contrastados. Debido a su envergadura, lo más adecuado es que asumiera la tarea un equipo de investigación formado por especialistas en varias materias (economistas, estadísticos, expertos en demografía, Ecología, etc.), capaces de desarrollar como se merece todo lo que aquí modestamente se indica. Dejo el guante encima de la mesa.