¿Cuántas veces hemos oido afirmar que el sector público es ineficiente y, en cambio, el sector privado es mucho más eficaz? En mi caso particular, en incontables ocasiones, desde mis ya lejanos años de estudiante universitario. Es ésta una de esas ideas que, a base de repetirla una y otra vez, a lo largo del tiempo, se convierte en una verdad aparentemente incuestionable. Sin embargo yo creo que, como casi todos los tópicos, carece de un fundamento racional serio y, por tanto, lejos de ser un postulado indiscutible, es sólo una verdad a medias, que no se cumple en muchos casos. Intentaré explicarme en las líneas que siguen. Pido al lector tan sólo un poco de paciencia
La idea del binomio eficiencia-empresa privada, frente a su opuesto ineficiencia-sector público, es muy del agrado de los políticos liberal-conservadores (en España, los representantes del Partido Popular, claro está), y la esgrimen como uno de sus argumentos preferidos a la hora de defender las privatizaciones de empresas y servicios públicos de titularidad estatal o pública. ¿Pero, realmente son argumentos? En absoluto, son sólo opiniones, porque sencillamente no se pueden demostrar.
Normalmente, cuando un sector estratégico de la economía de un país está desatendido por la iniciativa privada, el estado intenta cubrir ese hueco recurriendo a la empresa pública. Muchas veces sucede que, andando el tiempo, esa empresa pública adquiere una dimensión de tamaño y rentabilidad que la hace especialmente atractiva y «golosa» para el capital privado. Y si el gobierno de turno experimenta la necesidad de hacer caja, como hemos presenciado con tanta frecuencia, la privatiza y obtiene unos ingresos extraordinarios que le vienen muy bien para «tapar agujeros», hablando en plata.
Cuando esto ocurre, obviamente no se actúa porque la gestión privada sea más eficiente que la pública sino, ni más ni menos, para que el estado obtenga una liquidez extra. Lo malo es que, de esta manera, se transforma un patrimonio permanente en pura tesorería, la cual es fácil de gastar y, por su propia naturaleza, se diluye en poco tiempo. Me atrevería a decir que es pan para hoy y hambre para mañana, Además, en muchas ocasiones, el estado pierde para siempre una entidad útil, que prestaba un servicio importante a la sociedad y que, además, reportaba beneficios a la hacienda pública.
Pero volvamos al meollo de la cuestión. ¿Por qué diablos una empresa privada tiene que ser forzosamente más eficiente que una empresa pública? ¿Acaso gestiona mejor los recursos? ¿Resulta ser siempre necesariamente más rentable? Los directivos del sector privado, ¿son más inteligentes o están mejor formados que los altos funcionarios de la administración del estado? Yo, desde luego, no veo ninguna razón para creer tal cosa; unos y otros provienen de la misma sociedad, se han formado en las mismas universidades y escuelas técnicas, y se supone que poseen más o menos el mismo coeficiente intelectual. Entonces, ¿qué es lo que ocurre? Alguien me podría argumentar aquí que el dueño de una empresa tendrá más interés en velar por ella (que al fin y al cabo es suya) que el que pueda tener un ministro o director general de la administración pública en gestionar bien su parcela de responsabilidad. Bueno, en todo caso tal razonamiento valdría para valorar especialmente la implicación personal sólo del empresario, pero no la de sus colaboradores y subordinados, que en principio sólo cobran por su trabajo y a los que no se puede considerar propietarios de la empresa. Además, ¿por qué un ministro o un alto funcionario no va a dedicar todas sus energías a sacar el mayor rendimiento de su ministerio, dirección general o negociado? Aparte de su propio sentido de la responsabilidad (que sin duda la mayoría de ellos tendrá), no hay que olvidar que su labor está siempre supervisada por sus superiores, y también por los medios de comunicación, que en una democracia ejercen una importante labor de fiscalización de sus instituciones.
Por otra parte, si echamos una ojeada a la realidad, comprobaremos que existen muchos ejemplos de ineficacia en lo privado y de excelencia en lo público, lo que apoya mi tesis de derribar el tópico a que aludo al principio del artículo. Los ferrocarriles británicos, privatizados durante el gobierno de Margaret Thatcher, sufrieron un ostensible deterioro en la calidad de sus servicios en los años posteriores a la privatización. Empezó a haber averías, los trenes comenzaron a sufrir retrasos, el mantenimiento se resintió…y las quejas de los usuarios, acostumbrados antes a la proverbial puntualidad anglosajona y a un servicio impecable, no se hicieron esperar. Por el contrario, creo que mucha gente me dará la razón si destaco las numerosas mejoras en la prestación de servicios públicos y en la atención general al ciudadano por parte de las administraciones públicas españolas, a lo largo de los últimos 15 o 20 años. Se ha producido un salto cualitativo muy destacable, perceptible por cualquier persona que entre a realizar cualquier gestión en un organismo oficial. No solamente se han implantado sistemas informáticos de forma masiva, sino que se han racionalizado los procedimientos y los trabajos. El uso de Internet ha permitido a muchos ciudadanos efectuar sus gestiones desde casa o el trabajo, evitando los desplazamientos y las esperas. ¿Que pueden mejorar aún mucho las cosas? Por supuesto, pero el cambio ha sido ya muy profundo.
Si fijamos ahora nuestra atención en el mundo de los negocios privados, veremos que hay múltiples ejemplos de ineficiencia y de fracaso absoluto. Ahí tenemos la experiencia de Nueva Rumasa, un desastre completo y además repetido en el tiempo. O la de Afinsa, la compañía que invertía en sellos y prometía grandes rentabilidades, hasta que se puso de manifiesto el gran fraude. O la política expansiva e irresponsable de crédito fácil por parte del sector financiero español hasta el año 2007. Si nos trasladamos al otro lado del Atlántico, tenemos el caso de Bernard Madoff, considerado poco menos que un superhombre de las finanzas, un ídolo viviente de Wall Street, detenido, procesado y condenado por ser el autor de una de las mayores estafas de tipo piramidal de la historia. Nos podríamos fijar también en la fuga de crudo bajo el mar en el Golfo de México, causado por una de las plataformas petrolíferas de British Petroleum y que originó una gran catástrofe medioambiental. ¿Dónde está la «eficiencia» empresarial en todos estos casos?
Llegados a este punto, no me resisto a la tentación de contar una experiencia que viví en mis propias carnes cuando trabajaba en una importante entidad financiera nacional (privada, por supuesto). En un momento dado, coincidiendo con una renovación parcial de la cúpula directiva de la entidad, se hizo cargo del área en la que yo me encontraba (de unos 200 o 250 empleados, poco más o menos) un nuevo director, hombre joven, emprendedor y agresivo. Tras un corto periodo de «aterrizaje», un buen día se le ocurrió reubicarnos a todos, con el pretexto de agruparnos mejor y «racionalizar» el departamento. Hubo una especie de gran mudanza interna, con traslado general de mesas, mobiliario y ordenadores, reubicación de líneas telefónicas tanto de voz como de datos, etc. Pues bien, esta misma operación se repetiría ya sin cesar como mínimo cada 5 o 6 meses durante todo el tiempo que permaneció al frente del departamento. En broma, decíamos que había descubierto «el movimiento continuo», una especie de quimera que había traido de cabeza a científicos y físicos desde la remota antigüedad. En realidad, lo que había descubierto este ejecutivo tan brillante era una sustancial fuente de ingresos para una empresa determinada de mudanzas, la cual, agradecida, sin ninguna duda recompensaría adecuadamente a su benefactor. ¿Qué les parece este singular ejemplo de eficacia empresarial?
En muchas ocasiones, demasiadas por desgracia, el afán por maximizar la eficiencia y la rentabilidad de las empresas lleva a sus altos y super-remunerados directivos a adoptar medidas extremas: deslocalización de fábricas, subcontratación de servicios, externalización, despidos masivos de trabajadores y empleados con experiencia, etc. Todas ellas, posiblemente, contribuyan a aumentar sus beneficios, pero es evidente que ejercen un efecto desastroso sobre el empleo en las áreas o regiones en que radican. Los trabajadores cualificados y experimentados son sustituidos por nuevos trabajadores poco o nada preparados de ETT’s o con contratos basura, o incluso por personas situadas en países lejanos (como es el caso de los centros de atención al cliente de ciertas compañías, que desde luego prestan una calidad de servicio muy inferior). Estos fenómenos se están dando en España desde hace ya varios años, y casi nadie lo denuncia. Mientras la compañía de turno se hace cada vez más «eficiente», la gente, las clases medias y bajas de las que se nutría antes su plantilla, se empobrecen inexorablemente, pierden poder adquisitivo y cae el consumo interno. No es muy alentador el panorama, ¿verdad?
En fin, creo que la falsedad que se esconde tras el tópico está sobradamente demostrada. No hay ningún estudio serio y documentado que avale la supuesta mayor eficiencia de lo privado respecto de lo público. El sector público es necesario, imprescindible -diría yo- para satisfacer determinadas necesidades de la ciudadanía. Además, su eficacia está garantizada por una serie de mecanismos de control previstos en sus propias normas internas y en las leyes. En última instancia, en democracia son los propios ciudadanos quienes juzgan y valoran en su justa medida la calidad del servicio público que reciben.