Este verano está resultando especialmente trágico y dañino para nuestro medio natural, por el gran número de incendios forestales que están teniendo lugar a lo largo y ancho de toda nuestra geografía. En casi todos estos fuegos se aprecia claramente una intencionalidad criminal, pues sería de necios atribuirlos tan sólo a las altas temperaturas que estamos padeciendo. El calor extremado no es la causa de los incendios, aunque ciertamente favorezca su propagación, una vez comenzados, y dificulte gravemente su extinción. Para desgracia de nuestros bosques y montes (y para desgracia nuestra, por supuesto), hay muchos pirómanos que, movidos por oscuros intereses o, simplemente, por el placer miserable de causar el máximo daño posible, actúan con casi total impunidad. A mi modo de ver, en este tremendo problema hay dos elementos que fallan estrepitosamente, dejando aparte la cuestión añadida de que la reciente política de recortes aplicada en todo el territorio ha afectado sin duda a la efectividad de los equipos de prevención y extinción (sobre esto habría mucho que decir, naturalmente).
El primer punto débil es la falta de detección de los fuegos en los primeros instantes de originarse los mismos. Sé que no es fácil, pero me parece fundamental que los medios y dispositivos de vigilancia sean mucho más exhaustivos y precisos, con el fin de minimizar el tiempo de respuesta por parte de los operativos de extinción, a fin de abortar el incendio cuando éste aún no haya adquirido grandes dimensiones y sea demasiado tarde. Obviamente, cuando un fuego afecta ya a miles de hectáreas, la labor de los servicios de extinción se multiplica y se dificulta de manera extraordinaria, comprometiendo una cantidad de recursos humanos y medios materiales a veces inasumible.
El otro elemento que falla es de carácter penal y punitivo en relación con el que provoca el incendio. Creo que en la mente de todos está la idea de que estos individuos cometen un gravísimo delito, por cuanto destruyen un paisaje natural, patrimonio de todos y resultado de varias décadas de crecimiento y desarrollo. Arrasan flora y fauna, con un valor inapreciable en una naturaleza ya de por sí bastante castigada, y también ponen en serio peligro vidas humanas, comenzando por la de los que se esfuerzan en combatir los fuegos, cuyo trabajo es singularmente arriesgado, como todo el mundo sabe. ¿A qué esperan nuestros legisladores para endurecer la gravedad de estos delitos y elevar las penas correspondientes? Para mí, no sería ninguna incoherencia equiparar este delito al rango de asesinato o acto terrorista y, por consiguiente, castigar a quien lo cometa con las penas legales máximas. ¿Por qué no, si el daño que provocan es también del máximo nivel imaginable? Sinceramente, creo que nuestos parlamentarios tienen aquí mucho que hacer, si es que les importa algo el valor de nuestro patrimonio medioambiental y también el de las vidas humanas que se ponen en peligro, indefectiblemente, verano tras verano.
Una vez más, el gobierno y su máximo responsable en estos temas, el ministro Arias Cañete, demuestran estar muy alejados e insensibilizados con respecto a este grave problema. Hace pocos días, el titular de Medio Ambiente se defendía en una comparecencia pública, en la que ponía todo su empeño en demostrar que la gestión de su departamento con respecto a los incendios había sido «intachable» (¡¡toma ya!!). Se refería a los incendios como si fueran un fenómeno natural, como pudiera ser la lluvia, el calor o el viento, que se presentan espontáneamente y ante los que sólo cabe tomar medidas a posteriori, para paliar sus efectos. Naturalmente, también aprovechó su comparecencia para descargar todo el peso de la responsabilidad sobre las comunidades autónomas, que son las que deben encarar a priori este asunto al ser de su competencia. Es lamentable, pero ante los más graves problemas seguimos presenciando comportamientos insolidarios e irresponsables por parte de los que ocupan los más altos puestos. Para ellos, en este caso para el señor Arias Cañete en particular, lo principal es defender su parcelita de poder y su particular actuación, aunque haya estado desaparecido casi todo el verano mientras los incendios arrasaban decenas de miles de hectáreas por toda España. La verdad es que este personaje no tiene aspecto de alterarse ni de perder su beatífica tranquilidad por nada ni por nadie, por más que arrecie la tempestad en el exterior de su despacho ministerial. Él está a otras cosas, como lo de «poner en valor» nuestro litoral, ¿recuerdan?
¡Pobre medio ambiente español, menudo «abogado defensor» que le han endilgado!