El «affaire» Garzón tiene todo el aspecto de una auténtica cacería. Se ha imputado al ya ex-juez nada menos que por tres causas distintas, que poco o nada tienen que ver entre sí, se le ha acorralado y, finalmente, se le ha ejecutado, todo con sorprendente celeridad. Se aprecia claramente que , de antemano, había una intención de atrapar al magistrado y darle un escarmiento definitivo. La cúpula de nuestra judicatura, al igual que muchos de sus miembros, no perdonaba al juez Garzón su brillante trayectoria y se la tenía jurada. Me atrevería a afirmar que este es ahora el sentir de una gran parte de la sociedad española, con respecto a la que nuestro sistema judicial ha abierto una profunda brecha.
Si nos ceñimos a este primer caso, el de las escuchas telefónicas a los imputados del Gürtel, en mi opinión se podría haber llegado incluso a admitir cierto grado de culpabilidad por parte del juez en cuanto al procedimiento utilizado, cuya legalidad o legitimidad es en todo caso discutible. Pero, aún así, la acusación de prevaricación es excesiva, y desde luego la condena es absolutamente desproporcionada (nada menos que 11 años de inhabilitación, lo que supone en realidad su expulsión de la magistratura). La unanimidad en el veredicto me resulta cuando menos extraña y, finalmente, los términos en que está redactada la sentencia están totalmente fuera de lugar, en especial cuando se acusa a Baltasar Garzón de haber utilizado «métodos propios de países totalitarios» (¡¡??); parece que pretendiesen dar al condenado una lección de procedimientos democráticos, lo que me parece casi sarcástico.
La justicia española, a través de esta sentencia del TS, ha producido una gran decepción en una gran parte de nuestra sociedad, que se siente claramente defraudada. Estoy convencido de que también ha causado un gran estupor en el resto del mundo, dondes se seguía el proceso con enorme interés. Son muchos los que ahora apelan a la Justicia, con mayúsculas, y exigen el máximo respeto a sus veredictos, como si fuera algo que estuviera por encima del bien y del mal y todos los humildes mortales no tuviéramos otra opción que agachar la cabeza ante su supremo e infalible criterio. Sin embargo, esa Justicia está ante todo para servir a la sociedad, como cualquier otra institución, y se encuentra administrada por hombres de carne y hueso, que se pueden equivocar, que pueden no ser rigurosamente objetivos y que podrían incluso obrar para satisfacer ciertos intereses minoritarios. Y mi opinión es que aquí no ha habido objetividad, sino ensañamiento, no tanto por la condena en sí, sino por lo extremado de la misma.